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En Abril, estuvimos en Gibraltar

            El 27 de abril del año 711 desembarcó en el Monte Calpe el general Táriq Ibn Ziyad al frente de un aguerrido ejército de musulmanes, dio orden de incendiar las naves que los habían traído por el Mediterráneo, e hizo suya esa legendaria columna de Hércules que marcaba los límites del mundo conocido. El lugar fue rebautizado en árabe como Yabal Tariq (“montaña de Tariq”), expresión de la que deriva su actual nombre: Gibraltar.

            1302 años más tarde, un grupo de jóvenes moriscos, algo más pacíficos que sus antecesores pero igualmente aventureros, partió rumbo al Peñón con el pretexto de practicar un idioma. La verdadera finalidad, sin embargo, era ampliar sus horizontes -y no sólo los geográficos, pues estamos convencidos de que viajar agudiza además la mirada y ensancha el corazón-. Con esta esperanza nos reuníamos el pasado 15 de abril a primera hora de la mañana, aunque no sin contratiempos, pues el acostumbrado despiste de algunos alumnos obligó a retrasar la salida hasta que éstos hubieron recogido de casa su D.N.I. Ya debidamente documentados, pudimos por fin emprender nuestra marcha.

            La ida tampoco estuvo exenta de incidentes, pues el traqueteo del autocar, confabulado con el ayuno, hizo que no pocos se aquejaran de fatiga. Un alto en el camino mitigó las náuseas y devolvió el vigor a los miembros, sació el apetito, coloreó los rostros y otorgó de nuevo alas a la imaginación. Poco después de las once estábamos apeándonos en La Línea, donde por cierto se comenzaba a nublar el día y arreciaba un viento frío que parecía provenir -cómica coincidencia- del mismísimo Reino Unido. Muchos de nuestros alumnos cruzaban las fronteras del país por primera vez.

            Nada más pisar territorio británico, unas barreras nos cerraron el paso impidiendo que atravesáramos la pista del aeropuerto. Y es que un avión comercial se disponía a realizar las maniobras previas al despegue. Aguardamos, armándonos de paciencia, mientras aquel colosal pájaro de hierro se paseaba con lentitud de un extremo a otro. Y abríamos apostado la mayor fortuna a que no sería capaz de coger el vuelo, tan pesado y tan torpe. Nuestra espera se vio recompensada -y nuestra apuesta, perdida- unos minutos después con el espectáculo de la aeronave en vertiginosa aceleración hasta separar por completo su vientre del asfalto y elevarse, liviana como una pluma, en un calculado giro que la hizo pronto desaparecer de nuestra vista.

            Luz verde. Fuera barreras. Delante de nosotros la Avenida Winston Churchill por la que automóviles y peatones se dirigen a la ciudad. Nuestro primer objetivo era el teleférico, y aunque podríamos haber llegado a él en autobús, preferimos guiar a los alumnos a través de las calles gibraltareñas para que se impregnasen de su atmósfera, indiscutiblemente foránea. Muchas, y de distinta naturaleza, son las señales que bombardean a uno cuando se encuentra en tierra extranjera: letreros, rostros, olores… y parece que hasta la luz, aun encontrándonos bajo el mismo sol, incidiera de manera distinta sobre las cosas dando lugar a nuevos matices de color. Y se origina dentro de uno esa misteriosa sensación de extrañamiento que obliga a mirar como por primera vez, y uno renace y se reencuentra, maravillado, con el mundo.

            En la base del teleférico, tuvimos que dividirnos en dos grupos debido al aforo de las cabinas. Éstas ascendían tan lenta y progresivamente que no se produjo ninguna sacudida brusca, de modo que hasta los más asustadizos pudieron disfrutar de sus impresionantes vistas panorámicas. Ya en la estación superior, a 412 metros sobre el nivel del mar, vivimos uno de los momentos más divertidos al toparnos con los famosos macacos.

Había un ejemplar que encaramado al muro daba la bienvenida a todos los visitantes. A pesar de nuestros limitados conocimientos sobre zoología, nos atrevimos a determinar que se trataba de una hembra de edad avanzada. Su “saludo” consistía en permanecer allí sin inmutarse, indiferente a la expectación, los flashes de las cámaras fotográficas y la imprudente proximidad de sus fanes humanos. Por una escalerilla se accedía a un nivel superior desde cuya terraza pudimos otear el horizonte: a nuestros pies, más allá de los riscos y la espesa vegetación, la ciudad de los “llanitos”; al norte, bajo una densa bruma, La Línea de la Concepción; al este el mar Mediterráneo, algo embravecido; y al sur, aunque velada por las nubes y apenas intuida, la costa africana.

            De vuelta a la ciudad nos dirigimos a Main Street, céntrica calle dedicada al comercio y la restauración. Nuestros alumnos contaron con un par de horas para comer y realizar una gymkhana. Ésta consistía en localizar diversos enclaves de interés turístico y fotografiarlos, así como llevar a cabo tareas comunicativas. Si bien no se requería un uso extenso del inglés, sí era necesario que trabajaran en equipo e hicieran un ejercicio de desinhibición, pues debían -entre otras cosas- abordar a lugareños para entrevistarlos. Aunque el tiempo no nos sobraba, y contradiciendo nuestros temores, comprobamos con satisfacción cómo los alumnos pudieron no sólo finalizar la actividad sino también recrearse en los pintorescos pubs británicos, las pastelerías que atrapan al desprevenido goloso con su tradicional chocolate inglés, y sobre todo las innumerables tiendas de souvenirs que, con mil y una bagatelas, cubren de azul y rojo las ciudades origen de los turistas con su Union Jack.

 

            De nuestra empresa de aquel día conservamos unas cuantas postales, alguna que otra fotografía y el presente testimonio, pero lo más valioso ni se ve ni se toca, pues queda a buen recaudo en la memoria de nuestros alumnos, que trajeron de vuelta a La Puebla y conservarán por siempre allá donde vayan.

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